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Consulado General del Ecuador en San Francisco, California

Carta de un Migrante Ecuatoriano a su madre

Hay decisiones que determinan el curso de la vida de muchos.
Unos por razones económicas, otros por mera aventura, algunos escapando de las sombras, otros buscando algo de luz y un aire distinto, una fuga a la pastosa rutina, al óxido de los días, a lo que sea, al cómo sea, abrazamos una nube y nos vamos tras de ella para intentar cumplir quizá con un sueño, o para simplemente, despertar de una pesadilla.
Sea como sea, muchos optamos por dejar atrás la tierra que nos vio crecer, el hogar que un día fue abrigo, dejamos a nuestras espaldas la tierra firme, la familia y partimos, tras llenar las maletas de esperanza, con la mirada perdida en el porvenir, lejano del delicado aroma que en casa todo lo llena y nos llevaba inexorable y recurrentemente a los brazos siempre abiertos de nuestras madres.
Errantes trotamundos hermanos del viento abrimos alas para luego soltar raíces en tierras que, posiblemente nunca sospechamos serían pasto para este rebaño migrante, allá fundamos pueblos de nuestra sangre, nuevos territorios de la intimidad multiplicada en abrazos, en besos, en progenie que ha de heredar nuestros pasos.
En estas tierras que a la distancia nos recuerdan constantemente, de una u otra manera, que en nuestro pecho está estigmatizado el profundo aroma de las sementeras, la flor de la papa, los lacios cabellos del choclo, la llacta y la heredad india, montubia, negra, blanca, colorada…qué importa si siempre es nuestra y nos llama como esa primera madre, tricolor  que es más que un papel, es ese suelo del que el poeta diría “no nos lo queremos sacar ni del alma ni de los zapatos”…
Pero la sangre llama con la fuerza incontenible de la certeza y la pertenencia. A la distancia está la madre carnal (la mía, como la de cada uno de nosotros), a ella, para ella, por ella… que es el infinito y eterno faltante en la mesa cotidiana, a sus ojos de luz, a sus manos de caricia, a su aroma a templo, a su voz de sinfonía celeste, a todo lo que es, ha sido y será, consagramos la gloria de nuestros días, la potencia de nuestros actos, el himno matinal del “buenos días”.
Un día es poco para decirle todo lo que ha de ser verdad ante su sola presencia y con la fuerza de la palabra germinadora y vital  que de ella heredamos, o contarle, al pasar a su lado, de la insufrible falta que nos hace en el desayuno cotidiano, en las horas de extravío y que siempre como sea, sin importar si llueve o hace sol, es la firmeza de sus manos y la templanza de su voz la que buscamos.
Para ella, por ella, desde aquí, que siempre es lejos, un feliz día y la certeza de amor primero para ellas nuestras amadas madres.
Miguel Vega
Comunicador Social y Docente Universitario
Coordinador General de Editorial y Artes Revista Mercado
Santo Domingo, República Dominicana